Miraba por la ventana el inmenso bosque verde que se ponía
ante mis ojos, potente y deslumbrante y cegada por el sol de la tarde, decidí
entornar un paseo a la montaña.
Con todo el silencio de la vida recordaba a cada instante como
me miraban mientras sus pupilas decían abrázame y no me sueltes nunca, como
esas dos miradas enternecedoras habían desaparecido, la parte esencial de tu
vida, los que te ayudan a levantarte, los que te enseñan a correr y nunca
parar, los padres…
Paseaba por las calles del pueblo, donde la gente con los ojos
negros entristecidos, había entierro, mi abuela estaba dentro haciendo como si
de una plañidera se tratase, de negro como mi corazón, salían de el entierro, y
a fuera como no, estaba él, siempre con esos ojos verdosos como si fuera un
roble macizo inquebrantable, el hizo de apoyo a su abuela ya envejecida de
aspecto agradable, su padre en la esquina con la misma cara de seriedad de
siempre, según me había fijado parecía no dejarle ni llamarle
<<padre>> ni <<papá>>, para él era Don Manuel, como si
de un criado tratase, sin verla dio una colleja a su hijo con lo que parecía
una Sagrada Biblia, le dijo que fuera más despacio, que su abuela ya no era
burra de montar veloz, y él con esa humildad y inocencia se disculpó y agachó
la cabeza.
Mi abuela dando el <<sentido>> pésame a la hija,
volvió más bien feliz dando las gracias al señor de lo ocurrido, criticando a
la recién fallecida, la viuda de Eulario, parecía criticar hasta la más fiel
persona que pasaba delante de sus narices, y su hija recién venida de la
capital, era malmirada aun así por las señoras, porque en lo más bajo de su
vestido negro, le asomaba un trozo de pierna.
Yo saltaba de roca en roca, en lo más hondo de la montaña se
veían pequeños agujeros con los conejos dentro, dando pequeños lengüetazos a
sus crías, esos mínimos detalle que harían enternecer hasta la roca más dura,
tumbada sobre una ruina árabe antigua, con el romero acariciándome el codo,
dejando en mi ser un leve cosquilleo bastante peculiar, todo un silencio,
parecía que nada de lo que ocurría, tenía importancia en ese lugar, donde mi
respiración se combatía con los latidos de mi corazón, que estable luchaba
contra los autillos que se preparaban para emprender una dura noche, cuando de
repente, ocurrió.
Lo más impredecible que podía ocurrir, alguien entre
delicados movimientos rompió mi hondo silencio, a juego con sus ojos amusgados
verdosos y el viento soltando su rubio cabello, rebelde tímido y frágil, ante
la inmensa montaña que se ponía a su espalda, y cuando parecía que mis manos
temblaban solo un leve susurro pudo salir de mis labios, casi no tuve tiempo a
reaccionar, ya era tarde, ya no se podía parar, alivio o presión, sus ojos me
habían inducido a un mundo de ilusión y ternura que no llevaría a nada, tampoco
podía huir, momentos así ocurrían una vez en la vida, ya estaba, destino fuerte
y caprichoso conducido por la casualidad y el amor.